Y esto es un pequeño regalo de Navidad para todas, y para recordar al mundo que el sex appeal no lo inventó George Clooney. Es más, la comparación deja en evidencia que la elegancia es patrimonio de unos pocos.
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Sociedad Gastronómico-Cinéfila
He visto hace poco El Velo Pintado, y me ha gustado muchísimo. De hecho, tras mucha insistencia conyugal, me he decidido a hincarle el diente a Somerset Maugham, así que también me he leído El Filo de
Sin salir de Inglaterra, otro autor adaptado hasta la saciedad es el Bardo de Avon, y mi adaptación favorita es posiblemente, y aunque sir Lawrence Olivier se revuelva en su tumba, el Enrique V de Kenneth Branagh, de 1993. En parte por la propia obra, en parte porque Branagh estaba entusismado y entusiasmante haciendo del rey Harry, el caso es que me gusta más que otras obras del mismo director (Hamlet, Mucho ruido y pocas nueces, Trabajos de amor perdidos, En lo más crudo del crudo invierno) o de otros (el Hamlet de Mel Gibson, o El Mercader de Venecia y Looking for Richard de Al Pacino, por recordar el cine de los últimos quince años). Sin embargo, también es verdad que me gustan los toques originales, y en ese sentido disfruté mucho de la adaptación de Ricardo II de Pacino, con las apariciones de tantos actores expresando su opinión (a veces sonrojante) sobre Shakespeare, o del musical que hizo Branagh con Trabajos de amor perdidos, alternando los diálogos de Shakespeare con las canciones del cine los cuarenta y cincuenta, como Cheek to Cheek o There’s no business like show business.
Y seguimos en las islas británicas, saltando adelante y atrás en el tiempo, con otro autor que es posiblemente uno de los más llevados al cine, Graham Greene, y cuya relación con el séptimo arte fue muy estrecha, de lo que da buena muestra su guión original de una fantástica película que aún estamos esperando que alguien comente por aquí, El Tercer Hombre. Aunque las adaptaciones de sus libros nunca me han entusiasmado en exceso. La última versión de El Americano Impasible (Phillip Noyce, 2002), con Michael Caine y Brendan Fraser no estuvo mal.
En la misma línea de aportar algo al texto original, ahora tratando de mostrar el alma del teatro desde los bastidores, están la ya mencionada En lo más crudo del crudo invierno y Vania en la calle 42, de Louis Malle.
La literatura ha prestado muchas más historias al cine, y me acuerdo ahora de los rusos: Guerra y Paz (King Vidor, 1956) y Doctor Zhivago (David Lean, 1965) son simplificaciones de los originales literarios, pero extraordinarias películas.
Un director que se dedicó ¿casi? por entero a las adaptaciones literarias fue Kubrick, y aunque en general no lo soporto debo decir que me gustó mucho su versión de Lolita, con James Mason magnífico en el papel de Humbert Humbert. La película de Adrian Lyne de 1997 no aportó nada en absoluto, salvo para los incondicionales de Jeremy Irons, que una vez más se mueve como pez en el agua en el papel de insano pervertido.
Y cómo no hablar del cine español, en este post sí que tiene un hueco más que merecido. El bosque animado, El río que nos lleva, Los Gozos y las Sombras y
Me dejo infinitas en el tintero. Pero ya os he aburrido bastante. Así que vengan las preguntas para el debate. Esta vez son dos: ¿creéis que vale la pena hacer películas de los grandes libros? Y, en caso afirmativo, ¿es mejor ser fieles o creativos, ofrecer reflejos literales o puntos de vista personales? Vosotros diréis.
LAS ESTRELLAS DE HOLLYWOOD POR PETER BOGDANOVICH. T&B Editores, 2006.
Ésta es, de algún modo, la segunda parte de un libro de Bogdanovich sobre los directores de Hollywood, y, sin embargo, la primera aún no está editada en España. T&B tiene comprados los derechos y espero que lo publique, aunque supongo que dependerá de la acogida que haya tenido éste. El título original del primero era “Who the devil made it”, y el de éste es “Who the hell’s in it”, y la verdad es que me gusta mucho más que el que le han puesto en español, tan insulso. Quién demonios la hizo y Quién diablos salía me parecen buenos títulos. Es evidente que a los editores no.
Creo que, para quien le guste la época dorada del cine, se trata de un libro que cautiva desde el primer momento. Jeanine Basinger lo describe en la crítica que publicó para The Washington Post: “Con un estilo sencillo y anecdótico, el autor dispone un escenario glamouroso, establece su autoridad en la materia, sugiere una perspectiva histórica, deja caer un nombre importante… y todavía no ha terminado la primera frase”. Es una crítica halagüeña, y uno puede pensar que exagerada. Pero es literal. Bueno, casi. En realidad sí que ha terminado la frase. Porque Bogdanovich comienza su introducción de la siguiente forma: “Hace unos treinta años, en Roma, Orson Welles y yo estábamos tomando una copa nocturna en su suite del Hotel Eden.” Prácticamente todo el libro es así. Y da un poquito de envidia. El autor cuenta anécdotas, conversaciones, impresiones, de su relación con algunos de los actores más importantes del Hollywood dorado, y también de algunos otros menos importantes. Bogdanovich habla de quien él quiere, de sus ídolos y de sus amigos. En algunos casos ambas características coinciden. Pero desde luego, a todos los conoció y los trató. Sólo se permite tres excepciones en su particular galería de retratos: Lillian Gish y Marilyn Monroe, con las que coincidió en alguna ocasión, pero a las que no llegó realmente a conocer, y Humprey Bogart, al que nunca vio en persona. El libro es en ocasiones divertido, en ocasiones tierno, en ocasiones revelador. El relato de su amistad con Cary Grant, por ejemplo, es delicioso de principio a fin, y además nos presenta de primera mano una versión del mito absolutamente reñida con la que nos vende últimamente la comunidad gay. Parece ser que Chevy Chase le había llamado marica en una entrevista para
Encantadoras también son sus semblanzas de James Stewart y de Henry Fonda, muy divertidas la de John Wayne y la de Marlene Dietritch, tiernas y cariñosas la de Audrey Hepburn y la de Sal Mineo, cuajadas de anécdotas personales las de Jerry Lewis, Dean Martin y Sinatra,…
El libro entero es, en fin, una delicia, y cuando Bogdanovich salpica sus narraciones con detalles como aquel en el que, parando en un hotel en Nueva York, se cruzó por casualidad en el vestíbulo con Henry Fonda y James Stewart, que salían a tomar una copa con sus mujeres, uno raya el suelo de envidia, porque en el cine de hoy ya no existe nadie con quien te puedas encontrar casualmente cuya presencia te produzca la décima parte del impacto y la emoción que te causarían ellos.
Así que, como ya empieza a ser costumbre, terminaré con una pregunta para el debate: ¿creéis que dentro de treinta años Harrison Ford, Meryl Streep, Robert de Niro, o Nicole Kidman, serán mitos con ese aura de maravilla que tienen las estrellas de los cuarenta y los cincuenta?
“Nunca ruedes con niños, ni con animales, ni con Charles Laughton”, decía el gran Alfred Hitchcock. Aunque él mismo repitió con sir Charles, en 1939 Jamaica Inn y en 1947 El Caso Paradine. Y salían niños al menos en El Hombre que sabía demasiado y en Los Pájaros, rodaje en el que el excéntrico director debió sufrir de lo lindo, porque, desde luego, también había animales. Este post quiere ser un homenaje a algunos de los niños que más nos han hecho disfrutar en el cine.
Pese a la opinión de Hitchcok, que posiblemente compartirá con otros directores, los productores deben saber que los niños son una buena baza en una película, al menos si te salen estupendos, como la Judy Garland de El Mago de Oz o el Freddie Bartholomew de Capitanes Intrépidos, como el Elliot de E.T., el Kevin de Solo en Casa o el Cole de El Sexto Sentido.
Una de las películas menos comerciales del más comercial de los directores del último cuarto del S. XX nos descubrió a un niño, casi un adolescente, que firmó con trece años el que ha sido el mejor de sus papeles hasta el momento. Christian Bale nos mostró una imagen intimista, a la vez tierna y dura, de la vida de los prisioneros durante la ocupación japonesa de Shangai, y muchos de los momentos por los que tuvo que pasar Jim durante los cinco años que duró su aventura permanecerán para siempre en mi memoria, desde el hambre de los primeros días, cuando intentaba sin éxito alguno rendirse a los soldados japoneses, hasta su impresión ante la explosión atómica de Hiroshima, cuando creyó contemplar el alma de la señora Victor subiendo al Cielo. Es curioso ver cómo introducir niños en una historia contribuye a mostrarnos de modo más crudo los horrores de la guerra, y al mismo tiempo consigue hacérnosla más humana, más soportable. Lo hemos visto también en “Enemigo a las puertas”, y, por supuesto, en “La vida es bella”, donde el pequeño Josué nos logra sorprender aún una última vez cuando le grita entusiasmado a su madre: “¡Hemos ganado, mamá. Era verdad. Hemos ganado el paseo en tanque!”
Para algunos de estos niños su intervención en una sola película ha supuesto el salto a la fama y el ingreso en la memoria colectiva de toda una generación, o de varias, aunque luego les hayamos perdido la pista o hayamos tenido que esperar a que se hicieran mayores para volver a encontrárnoslos. ¿Quién es capaz de mencionar más títulos del niño que hacía de Elliot, (se llama Henry Thomas, y sigue trabajando, pero quién lo sabe) o del hijo de Meryl Streep y Dustin Hoffman en Kramer contra Kramer? Otros, en cambio, han contribuido con su presencia a que muchas historias nos entusiasmen. Haley Joel Osment, además de en El Sexto Sentido, nos ha conquistado como el pequeño robot de Inteligencia Artificial, como el idealista de Cadena de Favores y, todavía antes de dejar atrás del todo la niñez, como el sobrino de Michael Caine y Robert Duvall en El Secreto de los McCaan.
Todavía hay una tercera clase de niños de película a los que vale la pena mencionar, los que no han pasado de ser secundarios pero sin cuya presencia las historias en las que participaron habrían perdido encanto o, directamente, no se habrían sostenido: desde la hermana pequeña de Tracy Samantha Lord en Historias de Filadelfia (No, mamá, el bulto es mío) hasta el hijo de Sam Baldwin en “Algo para recordar”, pasando por el deslenguado “nietastro” de Ethel y Norman Thayer de “En el estanque dorado”.
Me ronda, en cualquier caso, una duda por la mente. Es evidente que hay cine de chicas y cine de chicos, aunque esto no impida que a mí me encante “El Padrino” y a Michael O'Leary “Joe contra el Volcán”. Mi duda es si la presencia de niños tiende en general a “feminizar” una película. Tal vez sí, aunque creo que no siempre. Y un buen contraejemplo es la única película que se me ha ocurrido en la que se mezclan dos de los tres tabúes de Hitchcok: La noche del cazador.
My friendship with Cyril Tomkinson had reduced my anti-clericism considerably but not my anti-Romanism. Then carne the film of Father Brown, directed by my very good friend Robert Hamer (who had been responsible for Kind Hearts and Coronets) and on location in Burgundy I had a small experience the memory of which always gives me pleasure.-Even the fact that, having done insufficient work and taken instructions in the script for granted, I was inconrrectly dressed for a Catholic priest didn't seem to matter.
Night shooting had been arranged to take place in a little hill-top village a few miles from Macon. Scaffolding, the rigging of 1ights and the general air of bustle caused some excitement among the villagers and children gathered from all around. A room had been put at my disposal in the little station hotel three kilometres away. By the time dusk fell I was bored and, dressed in my priestly black climbed the gritty winding road to the village. In the square children were squealing, having mock battles with sticks for swords dustbin lids for shields; and in a café Peter Finch, Bernard Lee and Robert Hamer were sampling their first Pernod of the evening. I joined them for a modest Kir, then discovering I wouldn't be needed for at least four hours turned back towards the station. By now it was dark. I hadn't gone far when I heard scampering footsteps and a piping voice calling, 'Mon pere!'. My hand was seized by a boy seven or eight, who clutched it tightly, swung it and kept a non-stop prattle. He was full of excitement, hops, skips and jumps but never 1et go of me. I didn't dare speak in case my excruciating French should scare him. Although I was a total stranger he obviously took me for a priest and so to be trusted. Suddenly with a 'Bonsoir mon pere!' and a hurried sideways sort of bow, he disappeared through a hole in a hedge. He had had a happy, reassuring walk home, and I was left with an odd calm sense of elation. Continuing my walk I reflected that a Church which could inspire such confidence in a child, making its priests, even when unknown, so easily approacheable could not be as scheming and creepy as so often made out. I began to shake off my long-taught, long-absorbed prejudices.
Mi amistad con Cyril Tomkinson había dulcificado mi anti-clericalismo pero no mi anti-Catolicismo. Fue entonces cuando rodamos la película sobre el Padre Brown, dirigida por mi buen amigo Robert Hamer (responsable de la película "Ocho Sentencias de Muerte") y en los exteriores de Borgoña tuve una pequeña experiencia de cuyo recuerdo siempre he disfrutado. Incluido que, habiéndolo trabajado poco y tomando por descontadas las instrucciones del guión, no parecía importar el hecho de estar incorrectamente vestido como para parecer un cura católico.
Habíamos sido citados para una sesión nocturna de grabación en un pueblecito situado encima de un cerro a algunos kilómetros de Macon. Los trabajos de andamiaje e iluminación, y el ambiente de bullicio general causaron bastante alboroto entre los habitantes del pueblo, reuniendose niños de todos los alrededores. Tenía a mi disposición una habitación en un hotelito de paso que se hallaba a tres kilómetros de distancia.
Hacia el anochecer me encontraba aburrido y por tanto, vestido con mi negra sotana, subí por el serpenteante y polvoriento camino hacia el pueblecito. En la plaza los niños chillaban en medio de infantiles batallas con palos por espadas y tapas de cubo de basura por escudos. En un café Peter Finch, Bernard Lee y Robert Hamer disfrutaban del primer Pernod de la velada. Me uní a ellos con un modesto Kir [cocktail a base de cassis y vino blanco]. Entendiendo que no se me necesitaría hasta pasadas por lo menos cuatro horas me volví a mi hotel. Para entonces ya era de noche. No había caminado mucho cuando escuché unos pasos apresurados y una voz aguda que me llamada "Mon pere!" [¡Padre! o ¡Señor cura!]. Un chico de siete u ocho años me tomó de la mano y la apretó fuertemente, balanceándola mientras mantenía un parloteo incesante. Estaba totalmente alborotado, saltando y brincando, pero nunca dejaba de agarrar mi mano. No me atreví a hablar por miedo a que mi horroroso francés le pudiera asustar. Aunque era un absoluto desconocido el chico obviamente me tomó por un cura y consecuentemente por alguien de quien se debía fiar. De repente con un "Bonsoir mon pere!" ["Buenas noches padre" o "Buenas noches señor cura"] y una deslabazada reverencia, despareció por un agujero de un seto. El chico había disfrutado de un alegre y tranquilizador paseo a casa, y a mi me dejó con un extraño y sosegado sentimiento de euforia. Mientras seguía caminando se me antojaba que una Iglesia que podía inspirar tal confianza en un niño, haciendo de sus sacerdotes, incluso cuando eran unos desconocidos, tan sencillamente accesibles no podía ser una institución tan intrigante y aterradora como solía ser descrita. Empecé a sacudirme de encima mi tan largamente aprendidos y absorvidos prejucios.
Por cortesía de http://embajadorenelinfierno.blogspot.com
Por fin he visto Pequeña Miss Sunshine y, sí, me ha gustado mucho. De hecho, si la hubiera visto antes, le habría hecho un hueco en mi post sobre los cuentos de hadas. Sin embargo, mientras la veía, venía a mi mente la exitosa, oscarizada, y tremendamente amarga American Beauty. No sé si a vosotros os gustó, pero yo recuerdo esa historia, una durísima crítica de la american way of life, y una deliberada negación de los valores que reinaban en el cine americano clásico, como una película desencantada y cínica, individualista e inmoral, envuelta en un pesimismo casi insalvable, solo atenuado por el detalle de hombría que demuestra al final Kevin Spacey al no beneficiarse a Mena Suvari. Little Miss Sunshine apuntaba esas mismas maneras, y, a pesar de ello, es radicalmente distinta. El personaje de Greg Kinnear recuerda muchísimo al de Annette Bening, ambos con esa obsesión por el éxito que parece abocarlos irremediablemente a la infelicidad. Y los consejos del abuelo nos hacen pensar en la actitud de Kevin Spacey: lo único que importa en la vida es disfrutar al máximo. También Dwayne, el hijo mayor, recuerda un poco a la hija incomprendida de Spacey y Bening. No parece sentir ningún afecto por sus padres, y detesta la sociedad en la que vive.
La verdad es que uno, al ver a esa familia, diría que el término friki se inventó para ellos: el abuelo cocainómano, el tío suicida, el hermano silencioso,… y Olive, la protagonista, una niña de ocho años adicta a los concursos de belleza. Sólo la madre parece mantener en cierta medida la cordura, pero la tentación del divorcio planea sobre su cabeza como un buitre. La inicial declaración de principios de Dwayne, “Odio a todo el mundo.¿Y tu familia? A todo el mundo”, no presagia una de esas pelis alegres y optimistas de las que tanto me gustan. Pero, a lo largo del disparatado viaje que emprenden, un poco forzados por las circunstancias, un poco buscando un asidero al que agarrarse para no caer en el cada vez más inevitable desastre, vamos dándonos cuenta, y ellos van dándose cuenta, de que el motivo que parece moverlos inicialmente (en algo tenemos que triunfar, algo tiene que salirnos bien) va cambiando por otro mucho más generoso y más alegre: lo que quieren en realidad es hacer feliz a la pequeña Olive, y cumplir ese deseo merece cualquier esfuerzo. Conforme recorren en la vieja VolksWagen el medio oeste americano todos van descubriendo que se quieren más de lo que ellos mismos imaginan, y que además es ese cariño lo que da sentido a sus vidas. Cuando por fin vemos al resto de las concursantes del certamen infantil sabemos que el triunfo es imposible. Olive y su familia no tienen cabida en ese mundo de Barbies en miniatura. Pero no nos importa. La auténtica victoria de Olive radica en que, gracias a ella, todos aprenden, y dejadme que cite a Tom Wingo, a quererse unos a otros “con toda su defectuosa y escandalosa humanidad”.
Hablemos ahora un poco de los actores; aunque de la pequeña Abigail Breslin ya se ha dicho y escrito mucho. Creo que este año estuvo nominada a todos los premios de cine americano, salvo quizá al Globo de Oro. Pero en realidad el protagonismo en esta historia está muy repartido, y hay más menciones que hacer. Empezando por Greg Kinnear: hay que ver lo bien que se le da a este chico hacer de pringadillo; ha sido el hermano abandonado en el remake de Sabrina, el novio abandonado en You’ve got mail, el vendedor fracasado en The Matador, y, por supuesto, ha sido el pintor Simon Bishop, Simon el maricón, en As Good as it gets. Una vez más, no nos defrauda: es un auténtico perdedor. En cuanto a Toni Collette, parece que también se especializa en el papel de sufridora madre de familia, después de lo bien que llevó tener por hijo al pirado en The Sixth Sense. Alan Arkin está convincente como el abuelo ácrata, y Steve Carell realiza posiblemente el papel más digno y serio de su carrera. Aunque yo no lo he visto en ninguna otra película, los títulos “Virgen a los cuarenta” y “Como Dios” no son muy prometedores. Creo que ahora se dispone a estrenar una peli sobre el Agente 86, Maxwell Smart. Pero a pesar de esta horrible carta de presentación, aquí lo hace muy bien, está incluso enternecedor. Y el para mí totalmente desconocido Paul Dano completa esta demencial familia encarnando con mucha solvencia al hijo inconformista.
En fin, una película optimista sobre el valor de la familia y la superación de las dificultades. Vale la pena.
Os dije en un post anterior que quería colgar algo sobre trenes. Siempre me han gustado mucho los trenes; influencia de mi padre y de mi abuelo, recuerdo de infancia,… no sé. Pero además es que me resultan muy cinematográficos, no por nada, sino porque los hemos visto tantas veces, en tantas películas,…Los trenes están estrechamente unidos a la historia del cine desde sus comienzos, y no hay antología que se precie que no tenga entre sus títulos El Maquinista de
Algunos directores creo que les tienen particular cariño, y el ejemplo más significativo es David Lean; el ferrocarril es para él más importante que sir Alec Giness, que ya es decir. Y ya desde el principio de su trayectoria: Breve Encuentro gira enteramente en torno a un tren y una estación. Por cierto que en el remake protagonizado por Robert de Niro y Meryl Streep, con menos encanto, también juega el tren un importante papel. Algunas de las escenas más hermosas de Lawrence de Arabia tienen que ver con un tren, y todo el mundo recuerda a Lawrence, de blanco inmaculado, de pie sobre un vagón mientras los hombres de Auda saquean lo que pueden, y un oficial inglés discute con el lider de los guerreros nómadas sobre la ética de la guerra: “Usted también se irá a su casa cuando consiga lo que quiere. No, yo no. Entonces es que es estúpido.” También en Doctor Zhivago el tren atravesando la estepa nevada ha dejado fotogramas inolvidables. ¿Y qué decir de El Puente sobre el Río Kwai? Todo el film gira en torno a dos preguntas, que dividen el argumento en dos partes, ambas igual de emocionantes: ¿Conseguirá el implacable coronel Saito doblegar la férrea voluntad del coronel Nicholson? ¿Conseguirá el tren japonés cruzar el puente? Por supuesto, en Pasaje a
A Alfred Hitchcock también le gustaban los trenes: vienen ahora a mi mente el de
Hay otras muchas películas que permanecen en nuestra memoria unidas a la imagen de un tren. Por supuesto Con Faldas y a lo Loco, con escenas tan divertidas como la de Sugar perdiendo la petaca ligas abajo, y, sobre todo, la improvisada fiesta nocturna en la litera de Jerry/Daphne; la preciosa Dumbo, donde la locomotora parece tener vida propia; El Hombre Tranquilo, que Los Amigos de
Conforme escribía este párrafo pensaba que no son sólo los trenes, también las estaciones resultan muy cinematográficas. La aparición de Marilyn Monroe moviendo las caderas en el andén de la estación de Chicago es tan sexy que parece que hasta el tren resopla y silba cuando la ve. Para mí es inolvidable Liza Minelli/Sally Bowles agitando sus uñas esmaltadas de verde (“sofisticadas, ¿verdad?”) mientras se despide de Michael York sin volver la cabeza también en el andén de una estación, esta vez la de Berlín. Y Kevin Costner salvando al bebé mientras tirotea a los malos de Al Capone, en una escena que sería absolutamente genial si no fuera porque ya había sido rodada (no pretendo ser condescendiente aclarando que por Eisenstein en El Acorazado Potemkin, es que yo lo sé hace bastante poco). Las inenarrables explicaciones a John Wayne en la estación de Castletown sobre cómo llegar a Innesfree también son difíciles de olvidar, menos mal que aparece Michaleen Flynn para resolver la situación. Tengo la sensación de haber visto en varias películas
En fin, si este post os hace pensar en otros trenes, estaría bien que hicierais comentarios al respecto, porque seguro que faltan un montón. Espero haberos traído gratos recuerdos. Ya me contaréis.