sábado, 30 de enero de 2010

Avatar y el suave panteismo de las palomitas





Hace un par de semanas que me decidí a llevar a mis dos hijos mayores a ver Avatar, el último fenómeno moderno del cine espectáculo. Llevamos ya varios meses de excitación creativa alrededor de las tres dimensiones y el futuro nos deparará más sorpresas en cuanto esta tecnología esté amortizada. Por mi parte, no me quejo. Es la mar de divertida. Cuando regresábamos a casa en el coche, les dije a mis hijos:

-Me lo he pasado como un niño.
-Bueno Papá, -repuso mi hijo mayor, de 9 años- eso no es muy difícil.

Puse la normal cara de sorpresa, e iba a protestar cuando el mediano, de 7, también terció:

-De todos los padres que conozco, eres el más niño.

Lo ponderé unos segundos y concluí que tenían razón.

-Es normal -dije-, estoy enamorado de mi mujer, estoy enamorado de mis hijos...es normal que sea feliz como un niño.
Pero que vaya uno al cine con el espíritu infantil de divertirse, no implica que no te enteres de que la película cuenta una historia vista un millón de veces, ni de que el guión está más lleno de trampas que una película de Indiana Jones.
Y es a pesar de todo eso que, a veces, resulta mejor desenchufar el cerebro y darse de lleno a la aventura y a la fascinación en la oscuridad de la sala. ¡Caramba, viva el espectáculo! En eso, Avatar es un ejemplo total de lo que nos va a deparar la digitalina en unos pocos años. Porque, vistos los beneficios, tenemos 3D, mundos exóticos, trepidación y movimiento asegurados.
¡Ay, pero no! En el fondo, en el fondo, sigue allí el adulto que todos llevamos dentro. Es a ese al que Avatar le pone sobre aviso de lo que también nos deparará el futuro. Y no me refiero a la advertencia ecologista de la película que, vamos, si a estas alturas del negocio no nos habíamos enterado...No. Es otra cosa. Se refiere a la propaganda que vamos a tener que soportar de nuevo por parte de esa especie de suave new age de panteísmos sincretistas facilones, en los que todo lo que huela a la civilización será despreciable y despreciado como bazofia y brutalidad. Ya hemos visto cómo ha prendido en hispanoamerica la llama del indigenismo, que no es más que una oposición contra lo no indigenista, es decir, contra lo que los españoles llevamos a aquellas tierras. Vamos, la civilización, no otra cosa. Y es que lo civilizador debe arrinconarse frente a la pureza de los que viven en tradiciones primitivas pero en armonía con la madre naturaleza. Como si el futuro del hombre pasara por una suerte de tribalización que transforme del todo nuestro modo de vida a otro más primitivo. Va de la mano con esto, esa insistencia de muchos en que el indígena no cambie, para que siga dando ejemplo supongo. O sea, que siga siendo indígena aunque no quiera. ¿O acaso nunca hemos visto esa mueca de terror que se le pone a los puristas de la pureza pura ecologista cuando ven a un indígena con una camiseta que reza "Coca cola"? ¡Qué barbaridad -dicen-, cómo se degrada a estos pobres indígenas que estaban tan bien con el armónico taparrabos!
Pues en este contexto, entre otros como el del calentamiento global, aparece Avatar instruyéndonos en que la naturaleza es un todo, un todo conexo, un todo inteligente, un todo creador, un todo total, un todo divino. Y ahí es dónde el panteísmo de la cosa se pone pesada y cargante. Cuánta matraca vamos a tener que aguantar en las segundas y terceras partes de la película. Panteísmo y palomitas.
Ahora, entre medias, ¡vaya exhibición de fuegos artificiales!