viernes, 26 de septiembre de 2008

Cuando el cine no son imágenes, sino letras.


Acabo de ver la pequeña, extraordinaria y última joya cinematográfica de David Mamet: Redbelt. Sin duda hay estilos a los que te acostumbras o, sencillamente, en los que te encuentras como en casa. Aun con el regusto sabroso de haber visto una buena película, me he puesto a pensar sobre el talento de Mamet. Yo, como tantos, creo que él incluido, pienso que el talento es un producto del trabajo y del esfuerzo. Es más un descubrimiento arduo que un recoger indoloro. Las películas de Mamet están llenas de estos descubrimientos ganados en la batalla de la mesa de despacho, cuando el autor a solas piensa y recrea mundos que no eran suyos hasta ese momento. Porque las películas de este autor, sin duda, nacen todas en una mesa de algún despacho, del que Mamet tenga en su casa o en un estudio, o donde sea, en donde le imagino pasando las horas haciendo lo que mejor sabe hacer : escribir. No le discuto ya el dominio de la narración visual. Sus películas tienen también mucho de esto. Hay una escena en Redbelt que es puro arte cinematográfico sin palabras. Quién la vea o la haya visto sabe a cuál me refiero. Esa bofetada es el gran momento de la película. Pero lo que Mamet hace mejor que muchos, quizá que todos, es darle vértebras a las películas construidas de letras y más letras. Y así proyecta el ritmo de cada frase y cada palabra, y el ritmo de cada escena, y la cadencia en la dicción (razón por la que es imprescindible ver sus películas en versión original), y el ritmo de toda la peripecia dramática, de toda la película. He leído que incluso obliga a sus actores a ensayar con un metrónomo. No me extraña. Así crea el tejido preciso y exacto de sus narraciones y nos envuelve en cine grande, hecho con cuatro cuartos y dos duros.

Me han entrado unas ganas enormes de regresar a su filmografía y revisar maravillas como la cruel pieza de relojería que es House of Games, la delicia de comedia que es Things Change, con un maravilloso Don Ameche (sí, aquel entrañable actor de El Diablo dijo No de Lubitsch), la inteligente State and Main, la entrañable The Winslow Boy…O las que directamente escribió pero no dirigió: The Untouchables, Glengarry Glen Ross, Vanya on 42nd Street (por supuesto olvidaremos que escribió Hannibal…).

Me parece a mí que el cine contemporáneo se ha distraído en los excesos de la fanfarria y nos ha hurtado esto. Hay quien se queja de que exista demasiado efecto especial en el cine y olvida que el verdadero drama de gran parte de lo que filma es que carece de escritura. Por la pantalla vagan personajes mil veces explicados por el director, el guionista y el actor, pero que no acaban de ser nadie ni pesar nada en la narración. Cuando basta un solo plano, una sola acción para definir totalmente un carácter, para decirnos qué clase de individuo se nos quiere presentar. Las historias se enorgullecen de poseer una minúscula pirueta sorprendente que, una vez apartada, hace que el armazón completo de la película se derrumbe. O dejan continuamente retazos y cabos sueltos que rara vez se resuelven inteligentemente.

Pues bien, contra estas patologías, lo afirmo con vehemencia, aún nos quedan extraños orfebres como David Mamet.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pues habrá que verla cuanto antes. No he visto mucho de David Mamet, pero lo cierto es que, como guionista, como director,o cuando hace doblete, siempre me ha gustado muchísimo. State and Main es una delicia, esa pequeña historia llena de sorpresas agradables, su versión de Tío Vania me encantó (por cierto, cómo disecciona en esas dos pelis el proceso creativo del cine y el teatro, y cómo se lo sabe), Los Intocables de Elliot Ness, Glengarry Glenrose, La Cortina de Humo,...Son películas tan diferentes unas de otras, y es verdad que siempre sabe, sobre todo, contar la historia.