viernes, 26 de septiembre de 2008

Simpatía por el diablo




Debe ser que tengo la tarde escritora o que no me apetece atender a mi obligación, que es escribir unas lecciones sobre la caridad y la justicia. Haré como que no he dicho esto último. Hace algún tiempo que quería escribir algo sobre el mal en el cine, algo sesudo y profundo, algo definitivo, vamos como una tesis doctoral. Pero no hay tiempo y no he leído esas dos o tres cosas que creía imprescindibles para, literalmente, “salirme”. Pero el comentario que he hecho antes sobre Redbelt ha dejado fuera algunas reflexiones que están en relación con esto del mal. Además, para colmo de males, la otra tarde un vecino apreciado me preguntó por mi opinión acerca de No Country for Old Men, lo cual ya era como una indicación providencial que me decía: ¡Eh, Oscar, hay que escribir alguna vez sobre eso del mal!
Bueno, pues héteme aquí escribiendo.
Los tiempos han cambiado. Y han cambiado hace mucho, mucho, mucho. Ya no estamos en un mundo de honor y gloria, aunque tampoco debemos mitificar, también era un mundo de miseria y traición. Pero había honor y gloria. Tal vez pequeñitas y escondiditas, allí donde sólo Dios pudiera verlas. Pero las había y sobre todo, se ansiaban. Ahora que los tiempos han cambiado, no es que no haya honor y gloria, que los hay, porque yo los he visto, sino que hay una conjura para invitarnos a no desear el honor y la gloria. A repudiarlos, a rechazarlos, a negarlos, a reírnos de ellos, a defenestrar a quienes los persiguen, a desear la miseria y la traición. Sorprendentemente, puesto que no deja de ser una estrategia suicida, crece la propaganda de todo aquello que aleja a las personas del amor y se invita a paladear la mentira, la codicia, la traición, la vulgaridad, la holganza, la debilidad…
El cine es utilizado como una herramienta que agita esta marea de tinieblas y vacuidad. Pero, analicemos la frase, digooooo, alguna película, por ejemplo, No Country… Esta película, magnífica en muchos de sus conceptos, por ejemplo de esos que se llaman narrativos, es muestra de cómo el mal se ha convertido en el “concepto”, la divisa y la proclama. Esta película encierra una historia magnífica del oeste, en la que un hombre fracasado ve la oportunidad de resarcirse de su vida luchando por un dinero que no es suyo, bien es cierto, pero que, por su suciedad, tampoco pertenece a sus propietarios. Para recuperarlo, se envía tras de él a una imparable fuerza de la naturaleza que interpreta Bardem. Esa fuerza es, directamente, el mal. Un mal supremo, inteligente, habilidoso, implacable e impersonal. Y, lo malo de esta película, es que el magnífico western que los hermanos Coen estaban realizando, se deshace y desaparece ante la necesidad de imponer la tesis de que el mal es lo definitivo en este mundo. Así les salió la película: una nadería, poco más que una frase que les debió parecer ingeniosa.
Tan terrible como presentar el mal como el destino inevitable de la vida, es el producir películas que hacen de los malos verdaderos héroes. Un caso paradigmático es, por supuesto, el de Hannibal Lecter. Aunque el cine reciente de asesinos en serie nos ha regalado muchos de estos protagonistas. Se nos presentan de tal manera que el espectador no sólo desea que la policía no los encuentre, sino que prosigan su notable carrera asesina con mayor éxito. Sin embargo, creo que ningún personaje de ficción podrá superar a Hannibal. Pues este posee una afinidad con la cultura moderna que le hace ser más bien la cumbre, el epítome, el paradigma del relativista que casi todos nuestros contemporáneos llevan dentro. Esta tesis la he defendido en alguna ocasión en público, para horror de quienes me escuchaban, pero la creo cierta. Lecter desprecia la moral, la verdad, por supuesto a Dios, pero sabe que es el producto más refinado y valioso de la cultura occidental. Es el producto destilado de la amoralidad moderna, un reverso tenebroso de C. S. Lewis, el resucitado espíritu del grupo de Bloomsbury. Pero con una conciencia tan intensa de la futilidad de la vida y de la inhumanidad de sus congéneres que le hace juzgarles como culpables de pecados que sólo él mismo puede juzgar. Desde esta posición casi divina, Lecter los devora e incorpora a sí mismo, ascendiéndoles de categoría, dándoles una entidad que por sí solos jamás alcanzarían. Como metáfora del mundo moderno no está nada mal, la verdad.
Afortunadamente, tenemos aún con nosotros autores que están empecinados en darnos justo lo contrario, soplos de vida con sus obras. Que nos ofrecen protagonistas incorruptibles en medio de un mundo el que el mal se ha acomodado y es presentado como la única alternativa de vida. En pocos días espero poder ver la película Bella, de la que se hablan maravillas. Ya os contaré.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

A mí me parece que Lecter es un poco como el Demonio... Con ese atractivo fascinador que a veces produce la tentación, situado un escalón por encima de la humanidad, observando, vigilando, como si él tuviera derecho a juzgar,... y siempre celebrando el mal, dándose un festín de la debilidad humana. Tampoco he visto No es País para Viejos, pero es verdad que hace ya mucho (quizá empezó en la segunda mitad de los 60, o en los primeros 70) que se nos ha hecho creer en la identidad Bien = Ñoñería. Las buenas películas ya no pueden ser historias edificantes, eso es puritano, maniqueo, infantil y falso. La verdad es que el Bien no existe, y la vida se resume en una frase que le oí una vez a Miguel Bosé: "Por vos muero es una gran frase, pero lo cierto es que yo no moriría por nada ni por nadie"

Anónimo dijo...

Por cierto, necesito permiso para publicar porque mi dirección ha cambiado (auna por ono) así que, administrador, ya sabes.