domingo, 7 de noviembre de 2010

LAURA


Óscar y Micheleen Flint nos salvaron de la desaparición el viernes al mantener viva nuestra sociedad con una nueva edición de Los amigos de la arena. Unos amigos de la arena cansados, somnolientos y que a ratos no se enteraron de la película pero que estuvieron manteniendo la posición en esta reunión de despedida, otra vez, a un Michael O’Leary que siempre se está yendo.

Después de una estupenda e impactante presentación que prometía todo acerca de Juana de Arco, Saint Joan en una versión desconocida por casi todos, por mi el primero, tuvimos un cambio de rumbo y nos vimos delante de nuestra cena y de Laura, de Otto Preminger.

Por lo que a mi respecta, me parece estupendo pertenecer a una sociedad gastronómico cinéfila sabiendo tan poco de cocina como de cine: esto me permite disfrutar siempre una barbaridad tanto de las gambas al ajillo como de películas estupendas de las que uno siente la tentación de fingir que las ha visto de puro conocido que es…el título. Eso me pasa con muchísimas joyas del cine clásico, pero afortunadamente mis hermanos me las van descubriendo poco a poco.

Rodrigo de Albrit, de Arista potestad y su amigo Pío Coronado se pasan un verano discutiendo acerca de si la duda o si la vida es sueño (“¡una tabarra, Coronado!”). Preminger nos pone delante de los ojos una cosa que sí que está presente en muchas muchas vidas de la gente: los celos. ¡Pobre Waldo, que pasa de ser un dandi fantástico a un asesino demente por los celos que le provocan los juegos de Gene Tierney! ¡Pobre Dana Andrews –éste más demente que celoso, enamorado de una muerta que se había pasado la vida torturando al pobre Waldo! ¡Qué lagarta juguetona es Laura, que tortura al pobre Waldo yendo con un tipejo y con otro mientras él bebe los vientos por ella!

Y lo cierto es que la situación es tan cotidiana; ¿cuántos no hemos tenido una envidia tremenda con 16 años porque las niñas de 16 se morían por auténticos cretinos de 18? Y lo que es peor: ¿Cuántos disgustos no nos hemos llevado a los 18 cuando hemos visto que las niñas de nuestra edad se ¡morían! por los cretinazos de 20? Una locura.

¡Si nosotros habíamos leído libros, y teníamos unas notas guays y no nos castigaban, y éramos amables y, desde luego, ni se nos pasaba por la imaginación liarnos con pepita cuando estábamos saliendo con Elvirita! Bueno. Pues lo que triunfaba era todo lo contrario, macho: yo nunca lo entendí.

Ahora que nos hacemos mayores, todo ha mejorado mucho. Todas las mujeres de mis amigos aprecian mucho que yo sepa recitar poesía o que les sujete la puerta del coche, mientras que las de 22 siguen pero loquitas por los de 22. Algo debo haber hecho mal…



1 comentario:

Anónimo dijo...

El caso es que, como el sueno me venció y me perdí la parte en la que Waldo se revelaba como un malvado psicópata, yo me fui a mi casa sintiendo gran simpatía por ese tipo tan elegante que puede recibirte en la banera y sin embargo estar en su sitio, ser condescendiente, despreciativo y pretencioso sin resultar patético, y, lo mejor de todo, reconocer sin rubor que lamentaría ver a los hijos de sus vecinos arder en un incendio. Qué personaje. Esto hay que retomarlo. Bueno, soy yo, Remington, pero es el caso que mi teclado pasa de mí y no tengo arroba ni, como es obvio, n con gorrito.