El 18 de mayo de 2007 se cumplieron cien años del nacimiento en Bisacquino, Sicilia, de Frank Capra. Con este motivo surgieron reediciones de sus memorias, que había publicado en 1971, veinte años antes de su muerte y diez después de dirigir su última película, Un Gangster para un Milagro (Pocketful of Miracles, United Artists, 1961). T&B Editores también se subió a este carro, y así llegó hasta mis manos la versión en castellano de este delicioso libro, todo un descubrimiento que se disfruta desde la primera a la última página.
La vida de Capra es la historia del cine americano, habida cuenta que llegó a Los Ángeles con seis años, en 1903, que su primera película fue un film mudo de diez minutos rodado en un solo rollo, Fultah Fisher’s Boarding House, de 1922, y que a lo largo de los siguientes cincuenta años vio elevarse, hundirse y renacer de sus cenizas a estrellas, directores y productores.
Pero no es sólo eso. Es también la constatación de que el sueño americano es posible. Capra llegó a Los Ángeles con sus padres y otros cinco hermanos siguiendo la estela de su hermano mayor. Todos ellos eran analfabetos, y, desde luego, pobres como las ratas. Sin embargo la familia se esforzó por darle estudios a Frank, el pequeño (aparte de una hermana, pero ¿a quién se le iba a ocurrir que estudiara la niña?) y, probablemente, el más listo de todos. Con la ayuda de sus padres, de sus hermanos mayores (a regañadientes, eso sí), vendiendo periódicos por las calles, consiguiendo becas de estudios por sus brillantes calificaciones, el pequeño macarroni analfabeto llegó a ser ingeniero químico por CalTech. Pero no parecía que la suerte le acompañara. Por el camino su padre había muerto en un accidente con una cosechadora, en la huerta de su casa que era su orgullo y su ilusión. Y su graduación en CalTech coincidió con el final de la Primera Guerra Mundial. El título que pocos años antes significaba trabajo asegurado, y un buen trabajo además, no valía nada en tiempos en que las empresas limitaban gastos y reducían plantilla. Frank Capra comenzó a buscarse la vida con gran dificultad, y, un poco por casualidad, un poco por astucia, se encontró dirigiendo aquel primer film. Lo que vino después es una historia de amor correspondido que duró cuarenta años.
Y es todavía algo más: es la visión del mundo que nos ofrece un hombre que dispuso de un observatorio privilegiado. A lo largo de su vida tuvo ocasión de tratar no sólo con los más grandes directores, actores y productores de Hollywood. También con gente como Franklin Delano Roosvelt y Harry Truman, Winston Churchil, Sergei Eisenstein, el general Marshall,… En tiempos de la Guerra Fría, tras ser puesto en entredicho e inmediatamente exonerado por la “Caza de Brujas” fue como representante de los Estados Unidos de América a una convención sobre cine a la India, donde tuvo ocasión de conocer la industria cinematográfica de aquel país, ya entonces floreciente, pero también a su clase dirigente. Antes había visitado la Unión Soviética, invitado por los cineastas rusos. Volvió horrorizado. Decía que su compañero de viaje, que esperaba mucho de la Revolución comunista, sufrió una gran decepción ante las tuberías oxidadas, las colas ante las panaderías, las cartillas de racionamiento,… Él, que en cambio no esperaba nada, volvió con el corazón encogido ante las burlas públicas y permanentes a la religión, a Dios y a su Madre. Porque, no hay que olvidarlo, Capra fue católico toda su vida. Con altibajos, con despistes, con dudas,… Pero católico. Y no deja de ser significativo que Annie de las Manzanas, la protagonista de su último film, del que puede ser considerado su testamento cinematográfico, aparezca en una escena de la película comulgando en una iglesia católica de Nueva York.
Capra estaba orgulloso de sí mismo, de su trayectoria y de sus logros, estaba encantado de haberse conocido, y eso se trasluce en cada página de su libro. Pero le perdonamos, porque ¿cómo no estarlo con esa trayectoria? También nosotros habríamos estado encantados de conocerlo.
Sobre la visión que nos ofrece del mundo, dejemos que sean sus propias palabras las que nos lo muestren.
Al cumplir cuarenta años: “No tenía ni idea de lo que los siguientes 40 años iban a reportarme. Pero sabía lo que intentaría llevar a ellos: filmes sobre Norteamérica y su gente; filmes que fueran mi forma de decir Gracias, América”.
Sobre algunos de los personajes de Hollywood: “John Ford es el Director Completo, el decano de los directores, indudablemente el más grande y el más versátil en sus películas. Un megáfono ha sido para John Ford lo que un cincel para Miguel Ángel: su vida, su pasión, su cruz”. Y esto, sobre su encuentro con la rubia más explosiva del cine: “Un masajista, Claes Adler, insistió en que yo conociera a una de sus clientes, una actriz desconocida de la que decía que tenía grandes posibilidades (…) La conocí. Era absolutamente curvilínea. Pero (…) le presté poca atención. (…) Adler me había pedido que prestara especial atención a sus pechos. Tenía realmente pechos. Y una ondulante figura. Pero para mí el sexo es clase, algo más que un trasero que sabe moverse. (…) Pero ¿cómo pude pasar por alto a Marilyn Monroe? He estado preocupado por ello desde entonces”.
Sobre su vuelta al trabajo tras la Segunda Guerra Mundial (había estado dirigiendo películas de propaganda para las tropas norteamericanas, y acabó la guerra como Coronel): “¿De qué va tratar tu primer film? Una cosa sí sabía seguro: No iba a ser sobre la guerra. (…) “Porque – estaban empezando a decir los secuaces del Gran Hermano en filmes y libros- hombrecito, tú solo no puedes hacer nada para protegerte de los gordos explotadores. Piensa. Te tienen cogido. No hay Dios, ni libertad, ni democracia. Al infierno con Dios y madre y tus semejantes. Ven al Gran Hermano. Él te alimentará y te protegerá y te dará la paz.” No. Mis filmes explorarán el corazón no con la lógica, sino con la compasión. (…)Me ocuparé de las dudas del hombre insignificante (…) Y mostraré la superación de las dudas, la valerosa renovación de la fe, y la convicción final de que puede y debe sobrevivir por sí mismo y seguir siendo libre”. El resultado de estas cavilaciones fue Qué bello es vivir.
Sobre su fe: “Y no sólo un buen católico(…) soy uno que cree firmemente que los antimorales, los fanáticos intelectuales y las mafias del Mal pueden destruir religiones, pero nunca conquistarán la Cruz” .
Sobre la propaganda en el cine: “La Unión Soviética y sus países satélites tienen una finalidad muy importante en los festivales de cine: hacer propaganda ante los artistas mundiales (y la prensa mundial) a fin de cambiar el significado y la importancia del arte, de una excelencia estética a una utilidad social. Esto conduce directamente a la evaluación del arte en términos de ideología: el buen arte es el que promociona la causa comunista; el mal arte es el que se opone a ella”.
Sobre el verdadero valor de la comedia: “La comedia es buenas noticias: Qué hermosos son los pies de quien trae buenas noticias. Los Evangelios son comedias. La Resurrección es el más feliz de todos los finales: el triunfo del hombre sobre la muerte. La Misa es una celebración de este acontecimiento. Sacerdotes y fieles “celebran” la Misa. Es una Divina Comedia”.
Sobre la pérdida de los valores en el cine, que él comenzó a vislumbrar, con extraordinaria lucidez, desde el mismo final de la Segunda Guerra Mundial: “Sexo, asesinato, violencia, violación y robo no eran en realidad inmorales. Los pobres delincuentes eran simplemente enfermos. Y las pantallas empezaron a florecer con este nuevo “arte”. En Italia, las chillonas mujeres de cuello sucio y pechera demasiado abundante hicieron furor. En realidad no deseaban ser prostitutas. Pero simplemente tenían que conseguir ese precioso chicle de los norteamericanos a causa de sus diez hermanos pequeños y su gordo tío enfermo.
Los franceses, con su lógica gala, se aferraron al buen sexo. No podían fabricar la bomba A, así que inventaron la B y la llamaron Bardot.
En Japón, los jóvenes pendencieros mataban y violaban y culpaban de todo ello a la “fiebre atómica”.
En Inglaterra, los homosexuales cruzaban afectadamente la pantalla y agitaban sus pañuelos al público. Había tan pocos auténticos actores que Peter Sellers tenía que interpretar todos los papeles.
En la India copiaban a Hollywood, pero añadían diez canciones y danzas.
En Rusia demasiado poco fertilizante y demasiado Stalin causaban todos los sufrimientos.
Los suecos, siendo neutrales, no podían culpar a nadie. Así que simplemente echaban a un lado la trama y se atrevían a dejar que cada cual entendiera sus filmes. Los críticos no podían entenderlos tampoco, así que los llamaban “arte”.”
Tras esta irónica visión de la situación, divertida pero llena en el fondo de tristeza, vuelve una vez más a mostrarnos su planteamiento: “Los hedonistas, los homosexuales, los sangrantes corazones hemofílicos, los que odian a Dios, los artistas del dinero fácil que sustituían el talento por el shock, todos exclamaban: ¡Sacudidles! ¡Golpeadles! Dios ha muerto. ¡Larga vida al placer! ¿Desnudos? ¡Ajá! ¿Intercambio de esposas? ¡Ajá! Liberad al mundo de la gazmoñería. Emancipad nuestros filmes de la moralidad.
A lo que filmes como Un Gangster para un Milagro respondían ¡No! Nunca deberemos emancipar nuestros filmes de la moralidad. La moralidad nos hizo ganar nuestras libertades. ¡Abandonad la moral, y echaremos atrás el reloj!”.
Este es Frank Capra. Su última película fue un fracaso de taquilla, y él, que era orgulloso, no supo reponerse. Lo interpretó como la ruptura del romance que había mantenido con el público americano a lo largo de cuarenta años. Consideró que ya no había sitio para él en el nuevo Hollywood del sexo y la violencia. Y se retiró. No podemos dejar de lamentarlo.
La vida de Capra es la historia del cine americano, habida cuenta que llegó a Los Ángeles con seis años, en 1903, que su primera película fue un film mudo de diez minutos rodado en un solo rollo, Fultah Fisher’s Boarding House, de 1922, y que a lo largo de los siguientes cincuenta años vio elevarse, hundirse y renacer de sus cenizas a estrellas, directores y productores.
Pero no es sólo eso. Es también la constatación de que el sueño americano es posible. Capra llegó a Los Ángeles con sus padres y otros cinco hermanos siguiendo la estela de su hermano mayor. Todos ellos eran analfabetos, y, desde luego, pobres como las ratas. Sin embargo la familia se esforzó por darle estudios a Frank, el pequeño (aparte de una hermana, pero ¿a quién se le iba a ocurrir que estudiara la niña?) y, probablemente, el más listo de todos. Con la ayuda de sus padres, de sus hermanos mayores (a regañadientes, eso sí), vendiendo periódicos por las calles, consiguiendo becas de estudios por sus brillantes calificaciones, el pequeño macarroni analfabeto llegó a ser ingeniero químico por CalTech. Pero no parecía que la suerte le acompañara. Por el camino su padre había muerto en un accidente con una cosechadora, en la huerta de su casa que era su orgullo y su ilusión. Y su graduación en CalTech coincidió con el final de la Primera Guerra Mundial. El título que pocos años antes significaba trabajo asegurado, y un buen trabajo además, no valía nada en tiempos en que las empresas limitaban gastos y reducían plantilla. Frank Capra comenzó a buscarse la vida con gran dificultad, y, un poco por casualidad, un poco por astucia, se encontró dirigiendo aquel primer film. Lo que vino después es una historia de amor correspondido que duró cuarenta años.
Y es todavía algo más: es la visión del mundo que nos ofrece un hombre que dispuso de un observatorio privilegiado. A lo largo de su vida tuvo ocasión de tratar no sólo con los más grandes directores, actores y productores de Hollywood. También con gente como Franklin Delano Roosvelt y Harry Truman, Winston Churchil, Sergei Eisenstein, el general Marshall,… En tiempos de la Guerra Fría, tras ser puesto en entredicho e inmediatamente exonerado por la “Caza de Brujas” fue como representante de los Estados Unidos de América a una convención sobre cine a la India, donde tuvo ocasión de conocer la industria cinematográfica de aquel país, ya entonces floreciente, pero también a su clase dirigente. Antes había visitado la Unión Soviética, invitado por los cineastas rusos. Volvió horrorizado. Decía que su compañero de viaje, que esperaba mucho de la Revolución comunista, sufrió una gran decepción ante las tuberías oxidadas, las colas ante las panaderías, las cartillas de racionamiento,… Él, que en cambio no esperaba nada, volvió con el corazón encogido ante las burlas públicas y permanentes a la religión, a Dios y a su Madre. Porque, no hay que olvidarlo, Capra fue católico toda su vida. Con altibajos, con despistes, con dudas,… Pero católico. Y no deja de ser significativo que Annie de las Manzanas, la protagonista de su último film, del que puede ser considerado su testamento cinematográfico, aparezca en una escena de la película comulgando en una iglesia católica de Nueva York.
Capra estaba orgulloso de sí mismo, de su trayectoria y de sus logros, estaba encantado de haberse conocido, y eso se trasluce en cada página de su libro. Pero le perdonamos, porque ¿cómo no estarlo con esa trayectoria? También nosotros habríamos estado encantados de conocerlo.
Sobre la visión que nos ofrece del mundo, dejemos que sean sus propias palabras las que nos lo muestren.
Al cumplir cuarenta años: “No tenía ni idea de lo que los siguientes 40 años iban a reportarme. Pero sabía lo que intentaría llevar a ellos: filmes sobre Norteamérica y su gente; filmes que fueran mi forma de decir Gracias, América”.
Sobre algunos de los personajes de Hollywood: “John Ford es el Director Completo, el decano de los directores, indudablemente el más grande y el más versátil en sus películas. Un megáfono ha sido para John Ford lo que un cincel para Miguel Ángel: su vida, su pasión, su cruz”. Y esto, sobre su encuentro con la rubia más explosiva del cine: “Un masajista, Claes Adler, insistió en que yo conociera a una de sus clientes, una actriz desconocida de la que decía que tenía grandes posibilidades (…) La conocí. Era absolutamente curvilínea. Pero (…) le presté poca atención. (…) Adler me había pedido que prestara especial atención a sus pechos. Tenía realmente pechos. Y una ondulante figura. Pero para mí el sexo es clase, algo más que un trasero que sabe moverse. (…) Pero ¿cómo pude pasar por alto a Marilyn Monroe? He estado preocupado por ello desde entonces”.
Sobre su vuelta al trabajo tras la Segunda Guerra Mundial (había estado dirigiendo películas de propaganda para las tropas norteamericanas, y acabó la guerra como Coronel): “¿De qué va tratar tu primer film? Una cosa sí sabía seguro: No iba a ser sobre la guerra. (…) “Porque – estaban empezando a decir los secuaces del Gran Hermano en filmes y libros- hombrecito, tú solo no puedes hacer nada para protegerte de los gordos explotadores. Piensa. Te tienen cogido. No hay Dios, ni libertad, ni democracia. Al infierno con Dios y madre y tus semejantes. Ven al Gran Hermano. Él te alimentará y te protegerá y te dará la paz.” No. Mis filmes explorarán el corazón no con la lógica, sino con la compasión. (…)Me ocuparé de las dudas del hombre insignificante (…) Y mostraré la superación de las dudas, la valerosa renovación de la fe, y la convicción final de que puede y debe sobrevivir por sí mismo y seguir siendo libre”. El resultado de estas cavilaciones fue Qué bello es vivir.
Sobre su fe: “Y no sólo un buen católico(…) soy uno que cree firmemente que los antimorales, los fanáticos intelectuales y las mafias del Mal pueden destruir religiones, pero nunca conquistarán la Cruz” .
Sobre la propaganda en el cine: “La Unión Soviética y sus países satélites tienen una finalidad muy importante en los festivales de cine: hacer propaganda ante los artistas mundiales (y la prensa mundial) a fin de cambiar el significado y la importancia del arte, de una excelencia estética a una utilidad social. Esto conduce directamente a la evaluación del arte en términos de ideología: el buen arte es el que promociona la causa comunista; el mal arte es el que se opone a ella”.
Sobre el verdadero valor de la comedia: “La comedia es buenas noticias: Qué hermosos son los pies de quien trae buenas noticias. Los Evangelios son comedias. La Resurrección es el más feliz de todos los finales: el triunfo del hombre sobre la muerte. La Misa es una celebración de este acontecimiento. Sacerdotes y fieles “celebran” la Misa. Es una Divina Comedia”.
Sobre la pérdida de los valores en el cine, que él comenzó a vislumbrar, con extraordinaria lucidez, desde el mismo final de la Segunda Guerra Mundial: “Sexo, asesinato, violencia, violación y robo no eran en realidad inmorales. Los pobres delincuentes eran simplemente enfermos. Y las pantallas empezaron a florecer con este nuevo “arte”. En Italia, las chillonas mujeres de cuello sucio y pechera demasiado abundante hicieron furor. En realidad no deseaban ser prostitutas. Pero simplemente tenían que conseguir ese precioso chicle de los norteamericanos a causa de sus diez hermanos pequeños y su gordo tío enfermo.
Los franceses, con su lógica gala, se aferraron al buen sexo. No podían fabricar la bomba A, así que inventaron la B y la llamaron Bardot.
En Japón, los jóvenes pendencieros mataban y violaban y culpaban de todo ello a la “fiebre atómica”.
En Inglaterra, los homosexuales cruzaban afectadamente la pantalla y agitaban sus pañuelos al público. Había tan pocos auténticos actores que Peter Sellers tenía que interpretar todos los papeles.
En la India copiaban a Hollywood, pero añadían diez canciones y danzas.
En Rusia demasiado poco fertilizante y demasiado Stalin causaban todos los sufrimientos.
Los suecos, siendo neutrales, no podían culpar a nadie. Así que simplemente echaban a un lado la trama y se atrevían a dejar que cada cual entendiera sus filmes. Los críticos no podían entenderlos tampoco, así que los llamaban “arte”.”
Tras esta irónica visión de la situación, divertida pero llena en el fondo de tristeza, vuelve una vez más a mostrarnos su planteamiento: “Los hedonistas, los homosexuales, los sangrantes corazones hemofílicos, los que odian a Dios, los artistas del dinero fácil que sustituían el talento por el shock, todos exclamaban: ¡Sacudidles! ¡Golpeadles! Dios ha muerto. ¡Larga vida al placer! ¿Desnudos? ¡Ajá! ¿Intercambio de esposas? ¡Ajá! Liberad al mundo de la gazmoñería. Emancipad nuestros filmes de la moralidad.
A lo que filmes como Un Gangster para un Milagro respondían ¡No! Nunca deberemos emancipar nuestros filmes de la moralidad. La moralidad nos hizo ganar nuestras libertades. ¡Abandonad la moral, y echaremos atrás el reloj!”.
Este es Frank Capra. Su última película fue un fracaso de taquilla, y él, que era orgulloso, no supo reponerse. Lo interpretó como la ruptura del romance que había mantenido con el público americano a lo largo de cuarenta años. Consideró que ya no había sitio para él en el nuevo Hollywood del sexo y la violencia. Y se retiró. No podemos dejar de lamentarlo.
1 comentario:
¡Bueno, ya tengo acceso a internet!
Me ha gustado mucho el post, como todos los anteriores. Da gusto sorprenderse oyendo hablar (o escribir) a gente que ha hecho cosas tan estupendas como hizo Capra.Piensan tan bien...! Que tengan un problemilla o dos de ortopraxia, bueno...son cosas menores.
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