Esta tarde, mientras la familia dormitaba la siesta, he visto este enorme peliculón que tuve el privilegio de visionar en pantalla grande cuando era jovencito. Sam Peckinpah siempre fue un favorito de nuestros años adolescentes. Lo que nos atraía era la violencia de sus imágenes, aquellas impactantes escenas en cámara superlenta en las que todo volaba, incluída la sangre. Bien es cierto que Peckinpah nos pilló demasiado niños, igual que Harry el sucio, pero el mito se comentaba en el patio del colegio y yo me pasaba el recreo contándoles a los demás aquellas fascinantes películas que nunca había visto. Mi primer intento de ver una fue teniendo quizá doce años en los Kostkas de Santander. Ni qué decir tiene que nos largaron pero nos devolvieron el dinero de la entrada. Aquella tarde, aún lo recuerdo, vimos Piratas del Mar de China, con Clark Gable en un cine que estaba más arriba, casi colindando con la cuesta de la Atalaya y que se llama Tívoli o Rialto.
El largo tiempo que transcurrió hasta que un Peckinpah se nos puso a tiro, me había abierto mucho el apetito. No me sentí defraudado cuando ví Grupo Salvaje, pero ya era demasiado mayor para impresionarme por el montaje frenético o los vasos reventando lentamente. Afortundamente, eran historias en las que se conservaba el carácter épico del western, del buen western. Del western que cuenta historias de buenos y malos, en donde se enfrentan el bien y el mal. Curiosamente, y supongo que habría una buena razón para ello, Peckinpah casi siempre situó sus historias en una cierta línea de sombra, en esos momentos de la historia en la que un mundo asentado se desmorona para dar lugar a algo nuevo, con nuevos deseos, nuevas personas. Llaman a estos westerns crepusculares y no parece una mala definición.
Así ocurre en Duelo en la Alta Sierra, en la que dos viejos cowboys muy tristemente venidos a menos, en un mundo que ya no les pertenece, se ven embarcados en una última aventura. Uno ha decidido enderezar su vida en su último capítulo y el otro, arrumbado en una feria ambulante de exhibición de lo que fue el oeste, desea un golpe de suerte que le saque de la pobreza. Los dos grandes amigos, acompañados por un jovenzuelo que tiene todo que aprender, los dos, que han vivido mil aventuras, el honorable y el pillo, deben transportar una gran cantidad de oro por un terreno espinoso.
Joel McCrea está persuadido de que en la vida sólo merece la pena poder echar una mirada limpia sobre el propio pasado. Randolph Scott desea pasar por la inutilidad de la vida lo más cómodamente posible. No tarda mucho éste último en traicionar al primero e intentar robar el oro. McCrea lo impide y Scott le dice: el oro sólo le dolerá a los banqueros, a lo que McCrea repone: pero a mí me duele tu traición, porque tú eres mi amigo. Se que soy un anticuado y un imprudente, porque no sería raro que el futuro me trajera una situación en la que deba elegir por mantener yo también la limpieza de lo que miro en mí, pero se me hace difícil no sentir el dolor de ambos. Porque sin lealtad la amistad no es nada. Pero como gran película que es esta, pronto aparece la ocasión de redimir el pecado y la épica vuelve a la pantalla y nos faltan las palomitas y los amigos con los que comentar cada escena y el pañuelo con el que llorar el último fotograma, cuando los ojos se levantan hacia las montañas y se da por bien pagado el último aliento.
Por mucho crespúsculo, Peckinpah vuelve a lo de siempre, a lo que nunca cambia porque es verdad, porque sin ello la vida no es nada. Hace poco se lo leía al gran Rafael Gambra. La vida debe hacerse con dos verdades: sentido y maduración. Y de eso, nada más ni nada menos, trata esta hermosa película.
jueves, 6 de septiembre de 2007
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